Qué linda en la rama la fruta se ve/ si lanzo una piedra tendrá que caer/ no es mío este huerto/ no es mío, lo sé/ mas yo de esta fruta quisiera comer/ mi padre está lejos/ mamá no me ve/ no hay aquí otros niños/ quién lo ha de saber/ mas no, no me atrevo/ a cogerla porque/ parece que siempre sus ojos me ven/ papá no querría besarme otra vez/ mamá lloraría de pena también/ mis maestros dirían/ qué niño tan malo/ no jueguen con él.
Más que una canción de niños, esta es una lección de vida muy bien aprendida durante mi niñez.
Sí, justo cuando los cerebros son como esponjas y los vicios de la vida no nos han absorbido, es cuando una canción como la que comienza esta columna puede calar en el ser humano.
Recuerdo muy bien que los maestros de aquellos años no dejaban pasar la oportunidad de enseñárnosla porque sabían que su contenido era una lección de ética, de honradez, de honorabilidad y de honra a los padres.
Jamás he podido olvidarla y la recordé vívidamente hace unos días, cuando fui a Potrerillos, en Chiriquí.
Allá, la carretera pasa entre naranjales de amarillo intenso. Las frutas guindan de los árboles a orillas de la vía, tentando a todo aquel que pasa por allí.
Eso les pasó a mi hijo de 17 años y a su mejor amigo, que iba con nosotros. Ellos miraban, maravillados, la gran cantidad de naranjas. Pero les parecía mentira que nadie las cogiera.
Íbamos con sed y hambre, rumbo a Potrerillos a almorzar y, como quien no quiere la cosa, y entre risas, se preguntaban si era posible cosechar algunas naranjas.
En ese momento, entoné aquella canción de mi niñez. Eso bastó para que el giro de la conversación cambiara y desembocara en la importancia de saber que, aunque otros no nos vean, sí nos vemos a nosotros mismos y eso es lo más importante.
Si lo que vemos dentro de nosotros nos gusta, entonces no nos preocupará aquello de parece que siempre sus ojos me ven, porque habremos honrado a padre y madre.