El pasado martes a las seis de la mañana, me encontraba desayunando en la refresquería El Chorro, ubicada en La Chorrera, de lo más tranquilo. De repente escuché a alguien a mis espaldas que me decía: yo quiero comer de eso. Cuando volteé, había un muchacho que vestía un suéter de color rojo, jeans azul, remangado hasta los tobillos. El cabello lo tenía largo y descuidado, también le faltaban algunas piezas dentales. Por lo sucia que estaba su ropa, se podía deducir que era un piedrero; sin embargo, en vez de molestarme, le comenté a Roberto, un compañero de trabajo, que ese muchacho estaba jovencito. ¿Cuántos años tienes? Con una sonrisa y una mirada dulce me dijo que tenía 23 años, a lo que Roberto exclamó: Es más joven que yo y parece de 40 años. Ver la jovialidad con que pidió algo de comer me conmovió, así que le pregunté qué quería, y de inmediato dijo: dos hojaldres y un café con leche. Enseguida le dije a la muchacha que le diera lo que estaba pidiendo y se fue de lo más tranquilo.
Cuántos muchachos como este hay deambulando por las calles de Panamá y los miramos con desprecio, sin ponernos a pensar que en algún momento de sus vidas fueron personas normales que por algún motivo se perdieron en el mundo de las drogas.
Ese mundo tenebroso del que muchos no salen, pues su adicción es tan fuerte que pierden la noción del tiempo y el espacio. Lo peor es que la mayoría es abandonada por sus familiares y hasta les da pena que sus conocidos y amigos sepan que tienen un piedrero en su familia. Desde ahora antes de verlos solo como piedreros, véalos como un ser humano al que tal vez le falte el amor de una familia que lo abandonó a su suerte por su adicción a las drogas y no lo apoyó cuando más los necesitaba.