Hoy contamos con un mundo de información al alcance de nuestras manos; en la época de nuestros padres y abuelos, tener acceso a la educación era un privilegio.
Día atrás conversaba con Isabel, una mujer de 83 años a quien le duele no haber aprendido a leer y escribir. Con un cuerpo marchito por el tiempo, pero con una mente tan clara como el agua de la tinaja que tanto añora, me contó que en la década de los 30 vivían en un ranchito enclavado en medio de la montaña, donde no imaginaban un mundo distinto al de ellos.
Relató que las pocas escuelas estaban vacías porque sus padres, en vez de enviarlos a estudiar, los obligaban a trabajar la tierra. Emulando entonces la frase de Mahoma: si la montaña no viene a ti..., los maestros iban a las casas a buscarlos, pero cuando su mamá los veían acercarse, corría a esconderlos en el jorón, no sin antes amenazarlos con darles tremenda cuera si abrían la boca.
Con voz temblorosa confesó que muchas veces lloró escondida entre los sacos de arroz y maíz junto a sus hermanitos; era difícil permanecer inmóvil y en silencio cuando abajo los maestros preguntaban si había niños para que fueran a la escuela. Me mordía la lengua para no gritar que sí, que ellos existían, expresó. Como sus nacimientos no eran registrados, era fácil negarlos.
Qué pena por ella, pensé mientras agradecía a mis padres la oportunidad de educarme y a Dios por permitirme educar ahora a mis hijas, porque es la única y mejor herencia que les puedo dejar.