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¿Cuántas veces nos hemos percatado que seguimos comiendo aun después de sentirnos llenos? El estrés, la comida y las emociones forman un licuado que tiene sabor a aumento de peso, dificultades en la identidad, autoestima y algunas tallas de más.
Cuando comemos por causas emocionales, comemos por razones diferentes a tener hambre. Comer porque estamos triste o estresados, puede ayudarnos a sentirnos mejor momentáneamente, pero el malestar o la sensación de insatisfecho sigue allí. A veces esas ganas de comer son más fuertes, cuando se está en el punto más vulnerable emocionalmente.
En la adolescencia esta conducta puede ser propia de jóvenes que prefieren pasar más tiempo conectados con los videojuegos que con las actividades físicas. Muchos pensamos que son descuidados con sus hábitos de salud y nutrición, pero tengamos presente que después de comer, el sistema nervioso genera una sensación de calma y el humor tiene más probabilidades de ser positivo. La comida puede utilizarse como recompensa con efectos tranquilizante y distractor de lo que realmente esta pasando con nuestras emociones.
Comer como recompensa puede ser aprendido, por ejemplo, un niño que logró portarse bien en clases y se le da una golosina o una cajita feliz y así sucesivamente, ese niño va aprendiendo que cada vez que logra algo debe ser recompensado con dulces o comida.