Estaba esperando a que cambiara la luz del semáforo cuando se apareció ante mí un jovenzuelo haciendo malabares para ganarse unos reales.
Comenzó su rutina y se le cayó uno de los palos de metal con que trabajaba. Su rostro se endureció, rechinó los dientes y se exigió a sí mismo volverlo a hacer, pero bien.
Lo hizo. Fue uno de los actos más intrépidos y mejor interpretado que he visto.





