S ucedió en un pueblito llamado Bisira, en la comarca Ngabe Buglé. Llegué a una casita habitada por indígenas. Era una choza de tabla y techo de pencas. Su piso de tablas estaba a unos tres pies del suelo, soportado por troncos, muy al estilo de los indios.
Mi visita no era de cortesía. Buscaba a un niño al que la madre había dejado allá en esas tierras lejanas al cuidado de su abuela. El padre había salido hacía mucho tiempo sin rumbo fijo y no se había vuelto a saber de él. Me habían dicho que el pequeño pasaba mucha hambre, pero nada me preparó para lo que vi.





