Cuentan de una viejecita irlandesa que nunca hablaba mal de nadie. Siempre encontraba algo bueno en la peor persona. Un día falleció un hombre que parecía atesorar en sí todas las miserias humanas: era ladrón, borracho, pendenciero, golpeaba a su mujer y a sus hijos, una verdadera calamidad, un estorbo para la comunidad.
La noche del velorio llegó la viejecita a la sala donde se iba a rezar el Santo Rosario por el difunto.