Un samurái tenía en su casa un ratón del que no llegaba a deshacerse. Entonces adquirió un magnífico gato, robusto y valiente, pero el ratón, más rápido, se burlaba de él.
Entonces, el samurái tomó otro gato, malicioso y astuto. Pero el ratón desconfió de él y no daba señales de vida más que cuando este dormía.
Un monje Zen del templo vecino prestó entonces al samurái su gato: este tenía un aspecto mediocre, dormía todo el tiempo, indiferente a lo que le rodeaba. El samurái encogió los hombros, pero el monje insistió para que lo dejara en su casa.