Durante más de cinco años he escrito esta columna, mediante la cual llego a ustedes cada lunes.
Muchas han sido las satisfacciones que me ha brindado aquella gente sencilla que me escribe o que me comenta sobre lo que publico, si bien son temas comunes, de la vida cotidiana, sin pretender adornarlos con visos de intelectualidad mal entendida.
Hace un tiempo, un lector de David, provincia de Chiriquí, le comentó a una tía muy querida que a él le gustaba leer mi columna y que le gustaría conocerme.
Mi tía me hizo el comentario tiempo después. Un día fui a David durante unas vacaciones y visité a aquel lector.
Fue una conversación amena, en su puesto de trabajo, donde se desempeñaba con guachimán.
El apretón de aquellas manos cálidas me dio confianza, y esos ojos sinceros, de mirada directa, me hicieron sentir que valía la pena cada palabra escrita si los mensajes llegaban a gente como él.
Tiempo después, ese hombre humilde, sencillo y franco, se las ingenió para hacerme llegar un regalo que jamás olvidaré: una botella de nance, cuidadosamente envuelta, que me envió con un conductor de una mula de carga de Chiriquí.
Era el obsequio de un hombre pobre, con alma de guerrero y de grandeza en su humildad. Era todo lo que tenía para dar, y yo, que adoro la chicha de nance, no quería ni usarlos porque no quería echar a perder ese hermoso detalle.
El sábado recibí la triste noticia de que murió esa mañana. Pero solo se muere cuando se nos olvida y, para mí, Basilio Vega, que así se llamaba aquel lector, vivirá siempre en mi corazón como ejemplo de aquel que es capaz de darse a los demás y se lo demuestre con lo único que tiene para brindar. Estoy segura de que Dios, que siempre prefirió a los humildes de corazón, ya lo tiene a su lado morando junto a él. Basilio, que brille para usted la luz eterna.