Perdonen que insista en esto, pero siento que la juventud muchas veces grita y los adultos no sabemos escucharla. Es más, nos hacemos los sordos porque es más fácil eso que hacer frente a sus problemas, y la criticamos porque sentimos que así mantenemos la autoridad sobre ella.
Hace unos días, llegó a mi oficina un talentoso joven quinceañero. Pude ver en él al muchacho soñador, con ganas de ser alguien y labrarse un futuro promisorio.
Sin embargo, entre conversa y conversa, pude ver pequeñas marcas en sus brazos. También notaba que estaba ávido de ser escuchado, que su mirada penetrante trataba de enviarme un mensaje.
Yo estaba ocupada, tenía que hacer mi trabajo en el periódico, pero el corazón me decía: escúchalo. Lo hice.
Resulta que ese joven ha vivido en un entorno familiar difícil, si bien su madre lucha por sacarlo adelante. El suicidio de un ser querido y la caída en las drogas de otro, no le son ajenos.
De hecho, llegó un momento en que él creyó encontrar en su propia muerte una salida a su tristeza. Incluso, antes de eso, fue parte de un grupo de esos en que el denominador común de sus miembros es la depresión. Para colmo, también ha sabido lo que es el maltrato, aunque no de parte de sus padres.
Yo no puedo explicar con palabras lo que sentí al escucharlo conversar. Es un avezado lector, le gusta escribir poesía y contestar con frases célebres de famosos filósofos.
En fin, es un muchacho de esos que si se les brinda la oportunidad, pueden llegar muy alto. El talento le sobra y la garra también, porque pese a que le ha tocado una vida difícil, no se rinde, sino que se aferra a sus valores, a su deseo de ser un panameño útil, que aporte a la sociedad.
¿Qué nos toca a los adultos? Apoyarlo, escucharlo y alentarlo. Jamás darle la espalda si queremos que su éxito también sea el nuestro.