Un día caminaba por el campo, cuando vi a un anciano que estaba cavando. Intrigado, me acerqué a él para preguntarle qué estaba haciendo. "A mí siempre me gustaron las nueces", me contestó. "Hoy llegaron a mis manos las nueces más exquisitas que probé en mi vida, así que decidí plantar una de ellas".
Me entristecí al pensar que ese hombre, a tan avanzada edad, jamás llegaría a probar una de esas nueces. "Disculpe, amigo", le dije. "Para que un nogal dé frutos deben pasar muchísimos años. ¿No ha pensado que tal vez sería más provechoso para usted sembrar tomates, melones o sandías, que le darán frutos que sí podrá saborear?
El hombre me miró en silencio. Tras unos segundos, finalmente me contestó: "Toda mi vida me deleité saboreando nueces, cosechadas de árboles cuyos sembradores probablemente jamás llegaron a probar. Cuando de nueces se trata, no le corresponde a quien siembra el ver los frutos. Por eso, como yo pude comer nueces gracias a personas generosas que pensaron en mí al plantarlas, también planto hoy mi nogal. Sé que estas nueces no serán para mí, pero tal vez tus hijos o mis nietos las saborearán algún día". Y entonces me sentí muy pequeñito y egoísta por pensar solo en mí. Desde ese día, me dediqué a plantar nogales.