Nasrudin solía cruzar la frontera todos los días con las cestas de su asno cargadas de paja.
Como admitía ser un contrabandista, cuando volvía a casa por las noches, los guardias de la frontera le registraban una y otra vez. Registraban su persona, cernían la paja, la sumergían en agua, e incluso la quemaban de vez en cuando.
Mientras tanto, la prosperidad de Nasrudin aumentaba visiblemente.
Un día se retiró y fue a vivir a otro país, donde, años más tarde, le encontró uno de los aduaneros.
- Ahora me lo puedes decir, Nasrudin.





